Si bien podemos tener una predisposición genética a características que favorecen nuestra capacidad de resiliencia, múltiples investigaciones apuntan a varios factores alrededor de la crianza como críticos.

Las relaciones por ejemplo, juegan un papel vital en la construcción de la resiliencia de un individuo. Esto comienza a una edad temprana cuando estamos fuertemente influenciados por nuestros tutores y padres. Los niños más resilientes tienden a ser criados con un estilo de crianza autoritativo, en lugar de estilos de crianza autoritarios o pasivos. El estilo de crianza autoritativa ofrece calidez y afecto pero también proporciona estructura y apoyo al niño.

López y Snyder (2009) explican varios factores protectores para la resiliencia psicológica, concluyendo que el estilo de crianza es solo uno de los muchos factores que afectan la resiliencia, como por ejemplo, el nivel de educación de los padres, el estatus socioeconómico y el ambiente del hogar (organizado vs desorganizado), entre otros.

Factores como la seguridad pública, la disponibilidad de atención médica, el acceso a espacios verdes, etc., impactan el desarrollo de un individuo y la resiliencia de una comunidad. Cuanto mayor sea la atención social y los entornos holísticos, más probable es que las personas estén expuestas a las estructuras de apoyo que pueden ayudarlos cuando la vida “se pone difícil”.

La educación es un factor importante a considerar. Las escuelas podrían ser epicentros del desarrollo de la resiliencia, así como espacios seguros para practicar y desarrollar estas habilidades. Las organizaciones prosociales, como los equipos deportivos o los clubes, también pueden ser puntos calientes de entrenamiento de resiliencia. Estos ambientes permiten a los individuos desarrollar una autoimagen positiva, creer en su fuerza y encontrar el propósito en medio del cambio.